La cárcel de Fox Lake está plantada en medio de 500 hectáreas de bosque y cultivos propiedad del estado de Wisconsin. Lo más parecido a una ciudad, Waupun, está a 15 kilómetros, tiene 10.000 habitantes y la última vez que produjo una noticia de cobertura nacional fue en 1883, cuando The New York Times descubrió «el caso sensacional» de dos mujeres que se habían casado y vivían como «marido y mujer».
Esta primavera, un camión marcado con las letras de Siemens que transportaba una máquina móvil de resonancias magnéticas cruzó la valla eléctrica de cuatro metros de la cárcel y después su muro, un poco más alto. Aparcó delante de la enfermería. Y por ese tubo de resonancia pasaron docenas de prisioneros dispuestos a fotografiarse el cerebro. Las imágenes de una veintena eran distintas de las del resto de compañeros condenados, como ellos, por asesinato o violación y crecidos igual que ellos en familias violentas o en la calle. Sus delitos y sus vidas se parecían, pero sus cerebros, no. Los 20 diferentes eran psicópatas.
Un equipo de 15 psicólogos y neurólogos siguen trabajando ahora en ésta y otras cárceles de Wisconsin para entrevistar a prisioneros voluntarios y escanear sus cerebros. Observan, en particular, la masa gris de los clasificados como psicópatas, capaces de mentir, violar o asesinar sin sentir remordimiento o más sentimiento que si estuvieran frente a un objeto. Su condición es una de las más difíciles de identificar entre las enfermedades mentales.
Los psicópatas no sufren las manías o las alucinaciones de la esquizofrenia o la personalidad bipolar. La denominación médica de psicopatía sólo está descrita dentro del desorden más genérico de «personalidad antisocial». Pero la imagen de los cerebros de los considerados psicópatas, después de un test, es distinta de la habitual.
Las fotos que cuelgan ahora de las celdas de algunos presos de Fox Lake que presumen de «tener el cerebro muy grande» muestran que apenas hay conexiones entre la amígdala, donde se almacenan y procesan las emociones, y la parte de la corteza cerebral que se encarga del riesgo, el miedo y la toma de decisiones. Desde que logró que la Universidad de Nuevo México le comprara un aparato móvil para hacer resonancias magnéticas, el profesor Kent Kiehl va de cárcel en cárcel para hacer pruebas a los prisioneros. Estados Unidos tiene la población carcelaria con más rasgos de psicopatía del mundo, cerca de un 20%, muy superior a la europea, según los pocos datos disponibles. En la población general estadounidense, se estima que la condición afecta hasta al 1%. Es decir, que hasta tres millones de personas son psicópatas, aunque sólo una parte llegue a manifestarlo con violencia criminal.
En el caso de Wisconsin, Kiehl acudió tras la llamada de Joseph Newman, un profesor de Psiquiatría que lleva 30 años intentando demostrar que la psicopatía es una condición genética o adquirida que se puede prevenir y tratar. Newman ha hecho, sobre todo, trabajo de laboratorio y está centrado en catalogar los rasgos psicológicos externos, pero reconoce que un defecto físico es más fácil de explicar. «La gente está más interesada cuando les enseñas diferencias en el cerebro. Así podemos señalar algo. Sus cerebros son realmente diferentes. Muchas veces la gente cree que el crimen se debe a factores socioeconómicos. Pero los psicópatas son diferentes. Los prisioneros de la misma edad, el mismo nivel de inteligencia y el mismo entorno, pero no clasificados como psicópatas, no muestran estas alteraciones», explica Newman a EL MUNDO.
Un equipo de entrevistadores seleccionó a los prisioneros. Les preguntó sobre sus caóticas vidas y empezó a medir sus respuestas con la lista de referencia sobre la psicopatía llamada PCL-R e inventada por el psicólogo canadiense Robert Hare. Este elenco examina 20 aspectos que se gradúan según la biografía del estudiado y lo que cuenta. Se miden así sus mentiras patológicas, falta de empatía, delincuencia juvenil, promiscuidad o descontrol.
En una escala del 0 al 40, el 95% de la población sacaría algún punto, pero sólo quienes superan los 30 entran en la definición de psicópata. Un caso como Brian Dugan, que violó y mató a dos niñas de siete años y a una enfermera de 27 después de haberla atropellado en Illinois. Confesó sus crímenes en 2009, más de dos décadas después de haberlos cometido. Su nivel de psicopatía superaba los 36 puntos que se consideran la barrera más extrema.
Dugan es capaz de hablar de sus crímenes «como si estuviera hablando de qué ha desayunado» y lo hace, como la mayoría, con distancia y sin mostrar ninguna agresividad. «Nosotros llegamos sin ningún tono de confrontación. Nadie crea problemas», explica Kiehl a este diario.
Desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, el equipo de psicólogos entrevistó en Fox Lake durante una hora u hora y media a violadores y asesinos. Entre unos 60, encontraron a 20 psicópatas, con puntuaciones cercanas a 40. «Les gusta interactuar con los profesores. Y tienden a colaborar más que los estudiantes que analizamos en la Universidad», cuenta Newman. En 30 años y después de tratar con más de 6.000 prisioneros, ni él ni sus asistentes recuerdan ningún incidente.
Una vez seleccionados, pasaron por el tubo. Los marcados como psicópatas mostraban una y otra vez las mismas deficiencias de comunicación con la amígdala. Las pocas conexiones existentes no respondían de manera normal. Los detenidos reaccionaban a imágenes y se les pedía que graduaran la aceptación moral de frases como «acostarse con tu madre», «el aborto», «escuchar a los demás» o «la guerra en Irak». Sus respuestas eran filtradas ante la posibilidad de más mentiras, síntoma del carácter psicópata. «Por primera vez se ha encontrado una diferencia en la estructura y el funcionamiento del cerebro», explica Kiehl, que seguirá haciendo visitas a Wisconsin y posiblemente a otros tres estados para seguir analizando cerebros.
La esquizofrenia se considera como atenuante en un juicio, pero la psicopatía, no. Anders Breivik, el noruego que mató este verano a 77 personas en un campamento juvenil, ha sido diagnosticado con esquizofrenia paranoide. Si la Fiscalía de Oslo aceptara este argumento, el asesino podría ser internado en un psiquiátrico. No sucedería lo mismo si fuera definido psicópata.
Pero si hubiera pruebas de que la psicopatía es un defecto físico, los tribunales podrían prestarle más atención. Los responsables del estudio de Wisconsin dicen que ése no es su principal objetivo. «Si alguien comete un crimen, no importa que tenga esquizofrenia, psicopatía o cualquier otro problema; el público tiene que estar protegido, esté el criminal en una prisión o en un psiquiátrico especial. Pero espero que aprendamos más de la mente de los psicópatas, desarrollemos tratamientos mejores para ellos y podamos reducir el impacto que tienen en la sociedad», asegura Kiehl al ser preguntado sobre el asesino noruego.
«Los psicólogos no le van a decir al sistema legal lo que se debe hacer. Ellos tendrán que decidir la utilidad de este descubrimiento y si los daños cerebrales son circunstancias que pueden mitigar una sentencia», explica también Newman. «Mi interés es estudiar la psicopatía como un desorden más, igual que se estudia la esquizofrenia o la depresión», dice.
La obsesión en Wisconsin es ayudar a prevenir la enfermedad mental. Incluso desde la infancia y sin las costosas e improbables resonancias magnéticas. Una vez identificadas las mayores diferencias cerebrales, los psicópatas elegidos se someten exámenes y, con sus respuestas, si se demuestran que están estrechamente correlacionadas con los defectos cerebrales, se puede diseñar un test -siempre más barato- para detectar esa anormalidad.
Las alteraciones pueden ser genéticas o consecuencia del comportamiento. «El cerebro es plástico, es muy maleable y puede ser cambiado. La experiencia prematura puede cambiar las conexiones del cerebro. También otras elecciones personales o la educación pueden modificar la manera en la que procesa información emocional y cognitiva. Y si cambias la manera en la que te comportas, tu cerebro va a reflejar esas influencias. Es una carretera de doble dirección», explica Newman. Entre los 35 y los 45 años, los rasgos se suavizan mientras que se agudizan en la adolescencia. «Hay que tratar la condición cuanto antes mejor», dice Kiehl. El cerebro es más vulnerable cuando está formándose. Algunos estudios han relacionado la esquizofrenia con virus contraídos por la madre en el segundo trimestre del embarazo. La disposición de los transmisores cerebrales también puede cambiar con la educación, los traumas físicos o la exposición a agentes tóxicos. Puede modificarse para mal, pero también para bien.
Las diferencias cerebrales de los psicópatas sólo se han encontrado en hombres, que manifiestan entre tres y cinco veces más rasgos de personalidad antisocial que las mujeres. Los niños son los más inclinados a la crueldad con los animales. «Mi esperanza es identificar mecanismos psicológicos y biológicos de este desorden. Si se encuentra en niños, se puede tratar como déficit de aprendizaje, que es de auto-regulación», dice Newman. Los psicópatas tienen dificultades para hacer varias cosas a la vez y sentir emociones.
En Fox Lake, los profesores probaron a ofrecerles más dinero si atendían a las instrucciones para hacer mejor un ejercicio cuando ya lo estaban haciendo. Era una forma de entrenar su concentración. El equipo también tiene una beca para experimentar con sustancias que alteran el comportamiento. La esperanza es que un día una pastilla cure a los psicópatas.
Pero ni los fondos ni el estudio de la psicopatía tiene la prioridad de otras enfermedades mentales más aceptadas porque no suelen tener consecuencias criminales. «Tenemos que ir a Washington a convencer a las agencias», dice Newman. «Muchos jueces y científicos saben que la psicopatía es una enfermedad, pero es difícil disociar la ciencia de la imagen hollywoodiense. Sus cerebros son diferentes», afirma Kiehl, que defiende invertir más en esta investigación. Los psicópatas delincuentes, más inclinados al delito que los esquizofrénicos, cometen, de media, cuatro crímenes violentos antes de cumplir los 40. Cada año le cuestan al Estado al menos un billón.
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